El pasado 14 de mayo, YPF volvió a aumentar el precio de sus combustibles, menos de diez días después de haber anunciado una baja. Esta medida, que afectó tanto a las naftas como al gasoil, sorprendió a los automovilistas y generó críticas por la incoherencia de la política oficial en torno a los precios energéticos.
Los incrementos fueron discretos pero concretos: 0,22% para la nafta súper, 0,19% para la premium, 0,46% en el gasoil y 0,40% en el diésel de mayor calidad. Aunque parezcan valores menores, el cambio representó una suba directa en los surtidores, justo después de una comunicación gubernamental que prometía lo contrario.
La suba se justificó en el aumento que el Gobierno aplicó el 13 de mayo a los precios de los biocombustibles, insumos obligatorios en la mezcla de combustibles líquidos. El bioetanol subió 2%, y el biodiesel un 5%. Estos incrementos fueron trasladados inmediatamente al consumidor, sin ninguna medida de amortiguación.
El contexto no ayuda: el Ejecutivo venía de anunciar una baja de precios a principios de mes, en un intento por mostrar señales positivas en la lucha contra la inflación. Sin embargo, la medida duró poco, y este nuevo ajuste contradijo ese mensaje, generando una sensación de improvisación que fue criticada incluso por especialistas del sector.
Además, se amplió la brecha entre YPF y otras marcas como Shell y Axion, pasando del 2%-3% histórico a más del 6%. A pesar de que los valores del petróleo se mantuvieron estables o incluso más bajos que en abril, el aumento se aplicó igual.
En paralelo, durante el primer trimestre del año, el Ministerio de Economía resignó una recaudación de 601 millones de dólares al no actualizar los impuestos a los combustibles, como parte de su estrategia de desinflación. Pero con decisiones contradictorias como esta, el impacto en los bolsillos persiste y la credibilidad oficial se desgasta.