Una patada a la memoria

Por Alejandro Ippolito, Licenciado en Comunicación Social

Si nos entregamos a la tarea de revisar nuestros más arraigados conceptos en los que confiamos para interpretar lo que consideramos la realidad – la nuestra ¿Cuál otra sino? – nos adentraremos en un recinto incómodo atestado de archivos vetustos y oxidados cuyos frondosos biblioratos consultamos con frecuencia para dar respuesta a todos los interrogantes que se nos presentan.

Si tomáramos una carpeta al azar y revisáramos su contenido, de inmediato nos encontraremos con que la letra de aquellas anotaciones no es la nuestra, por lo menos en la mayoría de los casos. Tal vez seamos autores de una nota al pie, una apostilla, una referencia para recordar una relectura que posiblemente no realizaremos. Es antipática la comprobación de una injerencia foránea en nuestras apreciaciones más comprometidas. Aquello que nos conforma como sujetos, nuestro discurso, las afirmaciones que sostenemos ante cualquier auditorio con el énfasis que nos impone la certeza de la razón manifestada; deberían recostarse en el campo de la duda que nos aconsejara Descartes oportunamente para acercarnos al verdadero conocimiento. Un conocimiento que poco después deberá ser sopesado nuevamente en un ejercicio dialéctico que podemos suponer interminable.

El encapsulado del sujeto moderno no se ha dado a partir de la pandemia, como medida sanitaria de protección. La génesis de esta propuesta de modernidad enclaustrada que contempla un individuo unitario auto abastecido desde las plataformas de servicio que le acercan todos los productos que necesita sin asomarse al exterior ni por un instante, es anterior a la emergencia por COVID-19. La proclama tácita de la meritocracia recurre al muy liberal precepto de “sálvese quien pueda” y para justificar el brutal ingreso al terreno del egoísmo más acérrimo, somos invitados a suprimir los restos de humanidad que aún conservamos en nuestro torrente simbólico.

Para ejercer la miseria y no sentir culpas, los individuos comunes se amparan en los permisos que les otorgan los salvoconductos mediáticos. De esta manera, por ejemplo, nos conformamos frente a la muerte de un adolescente si es que se nos presenta convenientemente como un potencial delincuente, respondiendo al identikit ya instalado en nuestra subjetividad de manera previa por los mismos medios que no hacen otra cosa que hacer coincidir las piezas frente a nuestros ojos. La negación es un mecanismo ineludible para confrontar con causas humanitarias, para justificar entre otras muchos horrores el asesinato, la tortura, el robo de bebés, el secuestro, los fusilamientos a mansalva, los vuelos de la muerte y cuanta aberración se acumule detrás del oscuro telón de la última dictadura en nuestro país.
Lo que frecuentemente recibimos como un muestrario individual de odio visceral y obsceno, no es otra cosa que la esquirla resultante de una metralla bien identificada. Avivar la llama del desprecio por la lucha de las Madres de Plaza de Mayo, por ejemplo, es la tarea persistente de ciertos sectores interesados en que no prospere la memoria colectiva en nuestra sociedad. Toda revisión atenta y alerta de aquellos años de horror desnuda la brutalidad de otros responsables de aquel genocidio en los sectores empresarios, eclesiásticos, políticos, jurídicos, periodísticos y eso resulta inconveniente para un nutrido sector social dominante.

El odio derrama con mayor efectividad que los recursos económicos y esto queda demostrado cuando somos receptores de diferentes especies de expresiones virulentas en contra de aquello que representa una reivindicación de la memoria, la verdad y la justicia.

En Tandil, por brindar algún dato concreto, nos encontramos con un obstinado ejercicio de la negación y la oposición a todo lo que resulte cercano a los intereses populares por parte de una gestión municipal de borroso origen radical que obsecuentemente se inclinó hacia la derecha macrista de manera orgánica para perpetuarse en el poder. Habiendo resignado hasta sus símbolos más clásicos se entregaron a la tarea de desnudar su rencor antiperonista y aplaudir cada medida de ajuste y despojo del gobierno anterior. Luego de la derrota electoral de 2019 y en pleno escenario de pandemia, el intendente y sus acólitos se regocijaron en la práctica del desafío al gobierno nacional y provincial, cual émulos de Horacio Rodríguez Larreta, se arrojaron en contramano contra todas las medidas dispuestas en pos del resguardo sanitario y fue entonces que como corolario de varias desafortunadas medidas locales para congraciarse con su electorado, se lo vio al jefe de Infectología del Hospital Municipal Ramón Santamarina, Dr. Jorge Gentile, marchando en una manifestación en contra de la cuarentena, siendo este médico el encargado de dar el parte diario del Sistema Integral de Salud Pública a nivel local. Varios medios nacionales se hicieron eco de esta acción disruptiva pero que no hacía más que exponer el nivel de irresponsabilidad de algunos funcionarios municipales que, semanas antes de este hecho, habían llamado incluso a la “desobediencia civil” frente a la cuarentena decretada a nivel nacional.

Y ahora, más recientemente, luego de la marcha conmemorativa de una de las fechas más penosas de nuestra historia, el 24 de marzo de 1976, aparecen otros individuos envalentonados por la pertenencia a un signo político que descuida los espacios de Memoria y adhiere al olvido premeditado del pasado reciente. Tal es el caso del especialista universitario en psiquiatría, Carlos Benavente Pinto, que se desempeña en el Hospital Municipal – coincidencia llamativa – que con las fauces espumosas por la multitudinaria marcha de apoyo a la lucha de las Madres y Abuelas se decidió por ensuciar la pantalla de su computadora con mensajes como estos:

Con formato de “historia” y con la ventaja de la evaporación luego de 24 horas de publicada, replicó una imagen aberrante de un pañuelo siendo pateado como en los oscuros años de la dictadura y, como si no quedara clara su adhesión a las bestias, agregó otra pieza con el eslogan negacionista reivindicado por diversos personajes del espectro macrista como Darío Lopérfido y el propio Mauricio Macri: “No fueron 30.000”.

Este especialista en salud mental invitaba en su cuenta de Twitter en marzo del 2019 a una jornadas de Psicopatología que, curiosamente, tenían una gráfica muy similar a la utilizada en sus violentos mensajes, la patada como símbolo de una psicopatología es toda una confesión de partes.

Desde lo puramente comunicacional, es necesario insistir con la afirmación de que detrás de estas violentas expresiones, aparentemente aisladas e informales, hay una manifestación concreta de sentirse representado, contenido y cobijado por un paraguas de odio creciente reivindicado y estimulado por una derecha enardecida y por los medios hegemónicos nostálgicos de aquellos años de “Total Normalidad”.

Redaccion

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