Hace apenas unas horas el Presidente de la Nación, Mauricio Macri, inauguró las sesiones ordinarias en el Parlamento Nacional. Se están escribiendo ríos de bits en las redes y los principales portales de noticias sobre las apreciaciones de un discurso memorable. Los hechos históricos pueden recordarse por la nobleza y la honestidad, o por el engaño sistémico y cierta forma de absurdo.
Quizás cabe hacerse una pregunta básica ¿qué significa ser Presidente de la Nación? Más allá de apreciaciones constitucionales y jurídicas, podría considerarse algo así como el “primer ciudadano” o “la primer ciudadana”. Son las personas que elegimos para gobernar [eso incluye administrar y gestionar] la riqueza y las distintas formas de relaciones sociales que se dan en un determinado territorio. El nuestro, del que formamos parte todos nosotros y nosotras, se llama Argentina. Tiene una bandera y se conformó con la sangre derramada de cientos de miles de compatriotas en luchas intestinas y debate de ideas a lo largo de todo el siglo XIX. El espíritu de esas tensiones aún sobrevive. Somos el octavo país en dimensiones del planeta. Tenemos riquezas hídricas, agropecuarias, energéticas, culturales y hasta financieras. Tenemos industrias nacionales y multinacionales, pymes, comerciantes pequeños y grandes. Tenemos trabajadores y trabajadoras que se desempeñan en el sector público y en el privado. Tenemos docentes, deportistas, artistas, políticos y religiosos. Muchos de ellos han trascendido nuestras fronteras. Tenemos profesionales salidos de nuestras universidades a lo largo y ancho del país. Tenemos educación y salud pública. Tenemos ideas políticas y partidos que las representan.
El Presidente o Presidenta de la Nación conduce por cuatro años los destinos de la Patria. Y, por supuesto, forma parte de un espacio político. Es requisito indispensable estar encuadrado dentro de lo que llamamos “partidos políticos” para disputar la primera magistratura de un país. Siempre es recomendable llegar a Presidente de la Nación rodeado de personas que acompañen un proyecto colectivo y la piedra angular de esos proyectos colectivos son (o deberían ser) los partidos políticos.
El máximo mandatario debe ejecutar acciones de gestión. Toma decisiones, por ejemplo, que impactan en las formas que se genera, se acumula y se redistribuye la riqueza que se genera en nuestro territorio. Como supo decir el dirigente del PP Español, Mariano Rajoy – y como bien podría decir Mauricio Macri – el Presidente puede “hacer cosas”. ¿Cualquier cosa? Por supuesto que no. O, al menos, así debería ser. Para que eso, entre otras cosas, está el Congreso Nacional. Un montón de hombres y mujeres que representan a los pueblos de sus provincias. En un sistema presidencialista y representativo como el nuestro, la democracia late en el Congreso pero se palpita en la Casa Rosada.
La apertura de sesiones del Parlamento es un procedimiento institucional con una fuerte carga de simbolismo y ritualidad. Es el acto en el que el Presidente de la Nación inaugura los debates entre las fuerzas políticas y le detalla a los distintos poderes públicos el “estado en el que se encuentra la nación”. Algo así como presentar una memoria y balance pero a los representantes de todos los que habitamos este pedazo de tierra llamado Argentina. Mauricio Macri debía, como hicieron todos sus antecesores y antecesoras, contarle a los presentes cuál es el estado de situación de la nación e informar su agenda legislativa para el año que está inaugurando. Tenía, sin lugar a dudas, la obligación de explicar que tipos de leyes van a direccionar al país [al conjunto del pueblo argentino] hacia el horizonte [supuestamente fructuoso] que propone junto a su espacio político. La lógica más elemental indicaría que nadie plantearía públicamente el abismo como horizonte. Salvo, claro, que invoque al suicidio político. Decir cosas como “vamos a subir la edad jubilatoria”; “aumentaremos la jornada laboral a 12 hs”; “eliminaremos el aguinaldo” o “recortaremos beneficios sociales” sería absurdo. Al menos, por supuesto, que el mundo esté patas para arriba.
Mauricio Macri no hizo nada de eso y es lo que convierte su exposición de ayer en un discurso histórico. Francamente impropio para una investidura presidencial rozando por momentos lo vulgar y lo absurdo. Quizás hubiera estado muy bien si alquilaba el Estadio de Atlanta y daba ese mismo discurso frente a sus militantes al tiempo lo transmitía por las redes sociales. Esto no quiere decir, en modo alguno, que un discurso no pueda ser encendido ni que deba esquivar cierto tono épico. Al fin y al cabo se trata de hombres y mujeres que hacen política. Y la política también es tensión retórica. El problema es que no dio un solo dato de la economía ni de la gestión institucional. No explicó cuáles van a ser las decisiones que buscará tomar para salir de la crisis. No comunicó que leyes pretende impulsar. No brindó información estadística ni datos duros.
Articuló fraseos. Dijo “cosas” como “estamos sentando bases sólidas”. Pero ¿qué es eso? ¿qué significa?. Es una afirmación, sí. Pero no tiene recorrido. No tiene una explicación racional. No hay números ni datos. No hay argumentación. ¿Las bases sólidas son los 200.000 puestos de trabajo perdidos? ¿El cierre de 9500 pymes? ¿La caída de 2,6% del PBI? ¿El 48% de inflación? ¿Los tarifazos del gas a un promedio del 65% mensual desde que asumió el gobierno? ¿El costo sideral de la electricidad? ¿Poder chequear la licencia de conducir en el celular? ¿exportar 60 toneladas de cerezas a un país con 1200 millones de habitantes?. Es curioso como una frase instala una percepción pero no problematiza sobre los criterios argumentales que la sostienen.
En ese discurso de tablón dijo también que “estamos haciendo crujir estructuras viejas y oxidadas que venían beneficiando a los de siempre” una frase interesante puesta en la boca de un militante de izquierda pero que es difícil de creer en la boca del heredero de la familia Macri. Quizás las viejas estructuras que está haciendo crujir son aquellas que cuestionan el pago compensatorio de 20.000 millones de pesos a empresas energéticas para “equiparar sus pérdidas” por la inflación. O las que impiden que se pongan jueces por Decreto Presidencial en la Corte Suprema de Justicia. O las que claman porque se respeten las mínimas garantías constitucionales. Posiblemente todos esos mecanismos son viejos porque, precisamente, los intentos de cargarse el Estado de Derecho también lo son.
La ciudadanía y el periodismo en general tienen la enorme responsabilidad de buscar información, de trabajar [hoy más que nunca] con enorme rigurosidad para desmontar los engaños intencionados. Es absolutamente necesario reinterpretar los discursos políticos en tiempos donde la ansiedad y la desinformación están a un toque de pantalla. Un ejercicio comprometido en la vocación de informar debe animarse a transitar los caminos para romper la demonización creciente sobre la clase política porque, en ese caldo de cultivo, también germina el descrédito sobre todas las formas de organización social y sobre la democracia misma.