El Plan Progresar cambió y ya no busca reducir las desigualdades en el acceso educativo

El Presidente de la Nación, Mauricio Macri, firmó un nuevo DNU bajo el número 90/18 para modificar el Plan Progresar creado en el año 2014 con el fin de apoyar a los jóvenes a terminar sus estudios o capacitarse en oficios. El decreto anunciado ayer transfiriere el programa de la órbita de la ANSES al Ministerio de Educación de la Nación, conducido por Alejandro Finochiaro.

Mauricio Macri no brindó demasiadas precisiones sobre los aspectos técnicos y el alcance específico del programa. Se limitó a defender la iniciativa haciendo lugar a frases que abonan – con un curioso éxito – al campo de lo que podría denominarse el sentido común. Una suerte de “doñarosismo” político para comunicar políticas públicas que impactarán en cientos de miles de jóvenes. “Solo sembrando educación tendremos un futuro mejor” dijo el Presidente para luego agregar que “la educación es la primera puerta para todo lo demás. Es un pilar importantísimo, no solo para la persona, sino también para el desarrollo en nuestro país”. Nadie en su sano juicio estará en desacuerdo con esas afirmaciones. Allí donde nada se dice, donde no hay contenido racional sino sólo afirmaciones comunes, no se construyen políticas públicas. Son, generalmente, articulaciones retóricas muy efectivas para los titulares de diarios y los equipos de prensa pero muy débiles ante la interpelación ideológica.

 

El aumento del 16% de las Becas Progresar que se anunció ayer se da, también, en un contexto de congelamiento de los montos desde diciembre de 2015 cuando quedó paralizado en 900 pesos. En esos dos años la inflación alcanzó el 65% con aumentos todavía mayores en la canasta básica y el transporte, aspectos centrales para el cálculo del beneficio. También debe tenerse en cuenta que en el presupuesto 2016, el último aprobado por la gestión anterior, el Plan Progresar contaba con recursos por 8500 millones de pesos. En 2017, el presupuesto enviado por Cambiemos para sostener el Progresar sufrió un recorte de $ 3000 millones e implicó que el programa pasará de contar con un millón de beneficiarios a poco más de 500.000. En ese contexto se da el “aumento” de las nuevas Becas Progresar que serán 10 cuotas de $ 1250 frente a las 12 cuotas de $ 900 que se venían pagando hasta ahora.

Las modificaciones establecidas en el Plan Progresar, que con el nuevo decreto pasarán a ser Becas Progresar, implican cambios profundos que modifican el espíritu original que tuvo el programa. El plan concebía la idea, demostrada científicamente, que el acceso al sistema educativo no es igualitario en todos los estratos sociales y tampoco es igual el rendimiento académico de los estudiantes.

La economista y ex coordinadora del Programa Progresar, Lucía Cirmi Obón, explicaba días atrás que esa política pública partía del reconocimiento “que son las desigualdades entre los hogares argentinos las que afectan directamente la capacidad de que los jóvenes sostengan el estudio”. No era un programa de empleabilidad ni una política “contra los nini”, decía, sino que, por el contrario, se criticaba ese concepto “ya que dentro de los nini hay muchos jóvenes haciendo changuitas y cuidando de hijos y hermanos, tareas que ocupan su tiempo y no son reconocidas por las estadísticas”.

El actual esquema meritocrático supone que si estudias más y mejor, recibirás más plata. El problema es que el acceso a la educación no se trata meramente de una cuestión voluntarista sino, más bien, de condiciones reales y materiales de existencia. Un joven o una joven que tenga responsabilidades familiares, laborales, de atención de hijos o hermanos es absolutamente probable que tenga un rendimiento académico menor tanto en calificaciones como en cantidad de materias aprobadas. Ese beneficiario/a recibirá menos recursos económicos que aquel estudiante que no tenga que afrontar esa realidad y que sólo pueda dedicarse a estudiar.

Condicionar los beneficios de las becas a una lógica meritócrata supone abandonar el principio social de igualdad de oportunidades y, al mismo tiempo, retroceder a un concepto anacrónico que ha sido abandonado por los países más exitosos en materia de políticas sociales. La meritocracia y el mercado han demostrado que no pueden funcionar como vectores ordenadores de las políticas públicas y mucho menos como herramientas que contribuyan a construir sociedades económica, política y culturalmente más justas.

El Plan Progresar tenía como finalidad no sólo la terminalidad educativa sino que, al mismo tiempo, funcionaba como una política contracíclica. La creación de nuevas universidades a lo largo y ancho del país testificaron la aparición de primeras generaciones de universitarios que no habrían podido acceder a esa posibilidad sin el apoyo del Estado. En muchos casos se trató de jóvenes que habían logrado finalizar sus estudios con el Plan Fines y que luego ingresaron por primera vez a una universidad.

Existen fuertes desigualdades en el acceso a la educación y esas asimetrías están basadas en desigualdades de origen económico. Intentar proyectar otro análisis es forzar un diagnóstico diferente si se impulsa honestamente una política de inclusión educativa.

Marcos Aguilera

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