Por Facundo Basualdo para La Opinión de Tandil
El Hospital es como una ciudad, dije hace poco. Exageré. Es un pueblo chico dentro de una ciudad. A lo sumo, podría ser una de esas ciudades invisibles que visitó Marco Polo para contarle sus historias al Gran Kan, que luego Ítalo Calvino las publicara todas juntas en su libro.
En Buenos Aires, 78 hospitales constituyen —junto a los municipales, las salitas, las UPA— el sistema provincial de salud. Sólo uno es meramente pediátrico y está ubicado en La Plata. Hospital de Niños para el común de la gente, simplemente “el Niños” o “el Ludovica” para sus trabajadores, Hospital Interzonal Agudo Especializado en Pediatría “Sor María Ludovica” en la nomenclatura oficial del Ministerio de Salud. Lo habitan a diario una planta personal que ronda los 2000 hombres y mujeres, entre enfermeros, médicos, técnicos varios, administrativos, maestranzas, seguridad, responsables de la cocina. A diario entran y salen padres y madres con nenes y nenas recién nacidos o de hasta 14 años, a veces con hermanas o hermanos, tíos o abuelas, parientes más o menos lejanos, parejas de, vecinos, amigas. Con un subsuelo de recovecos con historias y máquinas, con hasta cuatro pisos en algunos sectores, el gigante de hormigón empezó siendo, en 1889, casi una salita a cargo de la monja filantrópica de la que heredó su nombre.
El nombramiento que me hizo conocer esta ciudad invisible tiene fecha en julio de 2009. La gripe A hacía su primera aparición como epidemia en el país. Ahí conocí el alcohol en gel, nunca llegué a usar barbijo. Lo que sigue son postales de lo visto y escuchado en los años que continuaron.
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—Tengo un paquete de yerba —dice una voz médica desde una sala por teléfono.
—El otro día me dijiste lo mismo y era más parecido a una bolsa de papas —responde la voz de una camilla desde una oficina perdida en el subsuelo.
El paquete de yerba o la bolsa de papas hacen referencia a un nene muerto. Todos los días, o casi, mueren chicos dentro del Hospital. Por enfermedades severas, por accidentes de diversa índole, por desidia, casi siempre por pobreza. Mueren. Lo que puede entenderse como frialdad o deshumanización, también se parece bastante al escudo mental y sentimental que los trabajadores fueron construyendo a lo largo de los años ahí adentro. Ver nenes muertos con periodicidad no es una postal que alguien elija ver alguna vez.
Algunos años trabajé en la oficina donde se hacen, entre otras cosas, los trámites de las defunciones. Ahí aprendí la palabra óbito, tiempo antes de leerla en el principio de Kryptonita, la novela de Leonardo Oyola.
Las familias con obra social resolvían el trámite más rápido que las que no tenían. La obra social suele cubrir el sepelio que, a su vez, hace buena parte del trámite por la familia. Si no tiene obra social, la familia tiene que encargarse de todo. El Estado lo cubre pero la madre o el padre tienen que, entre otras idas y vueltas, ir a la morgue central en el cementerio en los horarios de los días en los que está abierta. Es decir que puede estar cerrada y tienen que esperar al día siguiente, o al lunes si murió un fin de semana. Cuanto más pobre, también la muerte se precariza.
—A partir de ahora tienen que bajar a la morgue a chequear que los papeles que entregan en la oficina tengan los mismos datos que los cuerpos que entregan abajo.
El mensaje era para toda la oficina. Alguien en la morgue había entregado un cuerpo equivocado a la familia equivocada. Al abrirse el cajón en el sepelio, dijeron: “Este no es nuestro hijo”. Los trabajadores de la oficina nos quejamos: no nos corresponde, hay que estar preparado para eso, me pagan por hacer la burocracia, no por ver muertos. Fue en vano.
La primera y única vez que tuve que bajar fue para chequear los datos de un bebé de casi seis meses. La morgue tenía el tamaño de mi habitación, las paredes manchadas de humedad y descubrí que la heladera donde conservan los cuerpos no tenía espacio para tantos muertos como se dijo los días de la inundación: entran sólo algunos. Al verlo no me pareció ni un paquete de yerba ni una bolsa de papas, sino uno de esos muñecos con los que jugaban a ser madres las nenas cuando éramos chicos. Rígido, con los ojos cerrados y una cinta pegada sobre la manta que lo envolvía con el apellido y el número de historia clínica. No pude tragar saliva ni decir palabra alguna. Tampoco pude sacarle los ojos de encima. A la semana siguiente se dio marcha atrás con esa disposición y no tuvimos que bajar más.
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Entra una mamá con un hijo de cinco años a hacer un trámite por otro de sus hijos.
—¿Vienen trasladados de algún lado? —pregunta la secretaria.
—Sí, venimos de Las Flores.
Su hijo, sentado a upa, le pregunta en voz baja:
—¿Nosotros venimos de las flores? ¿por qué no venimos de la lluvia?
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Revisemos números. El promedio de internación en el Hospital es de 1000 pacientes por mes. Según la CICOP, el gremio de los profesionales de la salud, en 2011 había 320 camas disponibles para internación. Cuatro años después, en octubre de 2015, descendieron a 275. Y este año, en febrero, sólo había 252 camas.
El presupuesto provincial a Salud en los últimos cinco años no sólo no superó el 6,5 %, sino que para 2017 se bajó al nivel récord del 5,6 %. El aumento salarial para toda la planta estatal se firmó en noviembre del año pasado como “un acuerdo histórico” entre un grupo de gremios enrolados en la CGT y la provincia: 16 % de aumento para los siguientes 15 meses, dividido en cuatro cuotas. El gobierno provincial, por primera vez, desconoció la ley de los profesionales (10.471) que exige una paritaria particular, distinta a la de los trabajadores englobados en la ley 10.430.
En el Hospital, este año, aumentaron la cantidad de horas de espera en la guardia: hubo madres que han llegado a estar 12 horas esperando que sus hijos sean atendidos. A partir de las seis de la tarde, las butacas no alcanzan para sentar a toda la gente que espera y el piso se vuelve una opción. “Lo que quiero es que no se nos vuelva a morir un paciente por eso”, dijo una médica hace un mes. La madre, en ese caso, había estado 7 horas de espera, se volvió a su casa y cuando tuvo que regresar porque la nena empeoraba, fue atendida y murió al día siguiente. Obitó.
Aproximadamente el 90 por ciento de los atendidos en el Hospital llega desde la periferia del casco urbano platense y de municipios del Conurbano: Florencio Varela, Berazategui, Quilmes, Guernica.
El fondo en las demandas de CICOP y ATE suelen repetirse de paro en paro, de movilización en movilización, de actividad en actividad: más presupuesto para salario e infraestructura, más personal, más insumos. Si aumentan los índices de pobreza, aumentan también los problemas sanitarios. Los otros gremios, los que aceptan sin discutir las paritarias y no exigen presupuestos, cuelgan afiches con servicios para sus afiliados y casi no hablan de salud.
Cada tanto, en algún diario de intereses privados, aparecen las actividades solidarias con donaciones para el Hospital: una maratón, Juan Sebastián Verón con unos plasmas que cuelgan en los pasillos de espera o un tipo que pasea disfrazado de Batman regalando juguetes o ropa o golosinas a los chicos internados una vez por mes.
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“Nos morimos hechos mierda”, dijo otra médica en una oficina. Se había muerto un colega con menos de 70 años. Este también obitó hecho mierda. “Tantos años acá adentro, tan cagados a palos, nos termina gastando”, dijo. Hizo un repaso sobre las últimas muertes de colegas: ninguno había superado los 70 años. Algunos ni siquiera los 65: se murieron antes de jubilarse. 30, 35 o 40 años de actividad en la salud pública los hacen mierda. Con el resto de los trabajadores pasa lo mismo.
Las condiciones de trabajo dentro de la salud pública desgastan por la rutina, por los bajos salarios, por la costumbre de los faltantes y de que nunca hay sobrantes, o por sus jubilaciones. En todas las oficinas pasa algo: no anda el aire, se rompió la impresora o una computadora, no se escucha el teléfono, no hay hojas (las resmas son de lo más codiciadas). Incluso hay oficinas que pegan un cartel para que nadie pida fotocopias o impresiones: “No funciona”. En las salas, abunda el faltante de insumos para la atención constante que hacen las enfermeras.
En las asambleas o reuniones gremiales, un delegado suele preguntar: Quién cuida a los que cuidan. En el fondo es la pregunta de cómo mantenerse humanos en medio de tanta deshumanización. En esa ciudad invisible, la contradicción entre la vida o la muerte se vuelve más palpable. Cada decisión que se toma desde afuera o desde adentro juega a favor de una o de la otra. No sólo con los niños y las niñas, sino también con quienes pretenden cuidarlos.
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El comedor, que está en el subsuelo de la parte nueva inaugurada en 2008, es uno de los pocos espacios donde por un rato cada día se cruzan los trabajadores. La enorme mayoría son médicos porque el resto, si no están haciendo algún tipo de guardia administrativa o técnica (mantenimiento, por ejemplo), no acceden al derecho de almorzar o cenar ahí.
Al mediodía, la comida más demandada, el horario de almuerzo para los médicos es previo al de las madres. Así que mientras comen sentados en las mesas, las madres empiezan a hacer la cola esperando su turno. A veces la comida de los médicos no es la misma que la de las madres. Igual, no hay nadie que celebre por rica y mucho menos por abundante la comida del Hospital.
Ahí abajo hay seis aires acondicionados: ninguno funciona. Ni cuando hace calor ni cuando hace frío. El aire que se respira es el de la cocción del día. A la noche suele ir menos gente, y los que cocinan y lavan y sirven escuchan la radio fuerte: los partidos de Gimnasia o de Estudiantes, bailan cumbia o agitan rock. Un año, tal vez dos, después de la inundación del 2 de abril de 2013, aún se veía la marca del agua en la pared a veinte centímetros del suelo no sólo en el comedor, sino en toda esa parte nueva del subsuelo. Ahora las paredes están pintadas.
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Los servicios de limpieza, el de seguridad y el de la cocina estuvieron tercerizados durante largos años en empresas que contrataban de forma precaria al personal y estafaban a la administración pública. En 2013 se estatizaron los primeros dos.
La noticia dejaron de ser las constantes luchas contra los despidos, para pasar a pelear por los nombramientos: hoy el 80 por ciento pertenece a la planta permanente. Como muestra sobra un botón: la Delegada General de ATE elegida el jueves 28 de junio fue despedida —junto a un grupo— por la empresa de limpieza en 2009, se resistió, se logró que se las reincorporara a la planta del Hospital y en abril de 2013, la conquista fue la anulación de los contratos basuras con las empresas que privatizaban rincones de la salud pública.
El servicio de seguridad por un lado ganó en derechos y por el otro fue víctima de la estrategia “contra la inseguridad”. A partir de una seguidilla de noticias de “violencia de padres contra médicos” en guardias de hospitales públicos en Avellaneda, Lanús, Ezeiza o en el Niños, la provincia respondió como a todo: agregó agentes de la Policía Local (ya absorbida por la Bonaerense) en cada una de las guardias.
“Si viajás horas hasta el Hospital, para esperar otra cantidad de tiempo igual, sumado a la precarización de la vida cada vez más profunda, es esperable que la reacción de la gente sea violenta”, explicó una delegada. “La solución —agregó— es mejorar las condiciones de vida de la población.”
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Entra un padre a hacer un trámite por su hija. Se sienta frente al escritorio del secretario que le hace preguntas de rigor.
—¿Usted es el padre?
—Eso me dijeron, sí.
Ese chiste suelen repetirlo muchos padres. Se ríen los dos.
—¿Su nombre?
Responde pero alguien entra a los gritos y no se escucha.
—Perdón, ¿cómo?
—Luis Alberto… como Spinetta.
El secretario se ríe otra vez. El padre agrega:
—Bah, en realidad Spinetta se llama así por mí: yo nací dos años antes.
—Ah, ¿le gusta El Flaco?
—No, me gusta mi señora cuando cantamos Muchacha ojos de papel.
Las preguntas siguen. Cuando termina, el padre sale de la oficina silbando bajo. El secretario dice que a veces se respira otro aire en el Hospital.
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Están quienes odian a los gatos que andan por los pasillos y quienes les dan de comer, cirujanos que coordinan los horarios de las operaciones con los corporativos anestesistas, médicos que marcan para irse a su consultorio privado y los que se quedan más horas de las que les corresponden, delegados que arman asambleas por sector y los que arman sus “kiosquitos”. Existe el sexo oculto y cruzado entre camilleros y madres, los de limpieza con los de seguridad, entre los administrativos o entre enfermería o residentes con los médicos, como también existen parejas, matrimonios, hijos y muchas historias de amor entre compañeros. Están los recién llegados que no entienden nada y los médicos que miran al resto como si secundaran a Dios, los directores que no saben cómo gestionar y las gestiones que no juegan de local. Y también los que no se quieren jubilar: qué hacen si no van al Hospital.
Los teléfonos que suenan, las puertas que hacen ruido, los vidrios rotos, el olor ácido y agrio de la guardia, el aire turbio en los pasillos, los pisos enchastrados y la basura que limpiadores levantan una y otra vez. Los jefes que se quedan dormidos mientras los residentes atienden, los que atienden y los que no, los que han llegado a olvidarse por días un nene muerto en la cama de una sala, las madres que entran y salen y hacen colas a las 4 de la mañana. El silencio a partir de las dos de la tarde y el volver a escuchar todo a la tardecita; a la siesta solo hay gritos infantiles en los juegos. Las paredes llenas de afiches o notas o cuadros gigantes o placas recordatorias o cruces o fotos de desaparecidos o murales varios, como el de Luxor que nos dice a los pibes y a quienes laburamos ahí que “todo va a estar bien”.
Es constante. Todo se repite cada día, hora por hora. Los veranos con los traumatismos o los otoños con las bronquiolitis. Hace 128 años en el Hospital y en todos los hospitales públicos de la provincia o del país. Y todo, siempre, es sostenido por los trabajadores y las trabajadoras del Estado, que hacen el esfuerzo diario, con todas las mañas y las trampas que pueden pero también construyendo al ritmo propio las transformaciones que tan compleja estructura permite, para sostener y defender así la salud pública como la ciudad que se habita y da de comer.