Apología del voto

Por Facundo Basualdo para La Opinión de Tandil

 

La última vez que el voto estuvo prohibido desaparecieron 30 mil personas, la deuda externa se multiplicó por cinco, el Congreso se redujo a una Comisión de Asesoramiento Legislativo y el Poder Ejecutivo era una Junta Militar. Fueron casi 8 años, lo que hoy serían casi dos períodos en una banca o en la Casa Rosada.

Con variaciones, todos los golpes de Estado del siglo XX se hicieron en nombre de la democracia (y con nombres pomposos como Revolución Libertadora, Revolución Argentina o Proceso de Reorganización Nacional), pero proscribieron partidos políticos, no realizaron elecciones y tomaron decisiones apuntando contra la sociedad, defendiendo grandes empresarios.

En el golpe del ’30, los beneficiarios fueron las empresas petroleras. En el del ’55, todo el conjunto empresarial que se liberó de la presión a favor de los sindicatos. En el del ’66, los laboratorios. En el ’76, el poder financiero. Se puede repasar uno a uno y nunca los beneficios fueron a los trabajadores, a sus sindicatos, a las familias de los barrios, sino todo lo contrario.  

Un breve repaso

La primera ley electoral argentina fue sancionada en la provincia de Buenos Aires en 1821 durante el gobierno de quien dos años después fundara el Fuerte Independencia del que surgiera Tandil, el general Martín Rodríguez. Aunque el empuje provino del ministro de gobierno, Bernardino Rivadavia, el mismo que tres años después firmara en Inglaterra lo que sería el primer endeudamiento externo nacional que terminaría de pagar Juan Domingo Perón. Es decir, el interés de que “el pueblo” eligiera a sus representantes nacía de representantes de quienes defendieron intereses ajenos al pueblo: el primero, responsable de la primera repartija de tierras bonaerenses a terratenientes; el segundo, de poner al país como dependiente del principal imperio de entonces.

Claro que sólo podían votar los hombres y era voluntario. Los candidatos también eran restringidos: solo podían ser electos quienes fueran propietarios. Se estima que había habilitados alrededor de 60 mil hombres, pero los votos solo alcanzaron a unos cientos.

La llegada de Juan Manuel de Rosas, las disputas entre unitarios y federales, la separación entre Buenos Aires y la llamada Confederación Argentina, varió según los distritos los modos electorales aunque no de formas tan disímiles. Con la derrota de Rosas en la Batalla de Caseros en 1852 y la Constitución Nacional de un año después, nació un nuevo período en el país aunque olvidó, al menos entre esas primeras letras, regular el voto: no hubo ley electoral hasta 1857 con la ley 140 donde el voto era masculino y cantado, en los 15 distritos electorales.

Los caudillos acostumbraron a movilizar sus trabajadores o vecinos de los pueblos a votarlos. Al ser cantado, la disidencia podía costar el trabajo o la vida en muchos casos. Así, el fraude se convirtió en norma hasta 1910.

Por ejemplo, Sarmiento describió las elecciones de 1857 así: “fueron las más libres y más ordenadas que ha presentado la América. Para ganarlas, nuestra base de operaciones ha consistido en la audacia y el terror, que empleados hábilmente han dado este resultado. Los gauchos que se resistieron a votar por nuestros candidatos fueron puestos en el cepo o enviados a las fronteras con los indios y quemados sus ranchos. Bandas de soldados armados recorrían las calles acuchillando y persiguiendo a los opositores. Tal fue el terror que sembramos entre toda esa gente, que el día 29 triunfamos sin oposición. El miedo es una enfermedad endémica de este pueblo. Esta es la palanca con que siempre se gobernara a los porteños, que son unos necios, fatuos y tontos”.

El período de la Organización del Estado Nacional —que un siglo después tendría la etapa de la “Reorganización” en manos menos democráticas aún—, con Mitre en el ‘62, luego Sarmiento desde el ’68, y finalmente Avellaneda a partir del ’74, se hizo sobre la base del caudillismo y el fraude. Y el terror, claro.

A fines del siglo XIX, la propia elite debatía sobre la legitimidad del sistema de representación. Un sector, entre el que lideraba Julio Argentino Roca, ratificaba lo que había: fraude y elite gobernante. Otro sector, entre los que estaban los radicales de la Unión Cívica liderados por Leandro Alem y los socialistas encabezados por Alfredo Palacios, planteaban que el voto no ponía en peligro a la elite gobernante sino que legitimaría el propio sistema democrático.

Esa discusión finalmente se saldó en 1912 con la llamada Ley Sáenz Peña, como reconocimiento al presidente del Partido Autonomista Nacional que, a partir de reuniones con Hipólito Yrigoyen y otros sectores de la oposición al régimen, decretó el voto universal, secreto y obligatorio para los empadronados. El universo todavía sería de los hombres mayores de 18.

Cuatro años después, Yrigoyen asumía como el primer presidente votado por casi 337 mil ciudadanos en una elección con 1.189.254 habilitados, de los que participaron un 62 por ciento.

El deseo de que la elite gobernaría como (o para los mismos que) antes, no fue lo que terminó sucediendo. El espacio de las discusiones democráticas fueron habilitando, aún con limitaciones, espacios a la regulación en favor de los trabajadores, de la soberanía nacional, de la independencia económica. Por eso fue que la elite buscó en las Fuerzas Armadas el brazo armado para frenar esas regulaciones y derribar gobiernos elegidos a partir de 1930.

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Las ampliaciones de votantes

Después de quince años de fraude durante la llamada década infame, entre septiembre de 1930 y febrero de 1946, el voto volvió al centro de la escena. Unos meses antes, el 17 de octubre del ’45, el presidente de facto Edelmiro Farrell le preguntó al recién liberado Juan Domingo Perón antes de que saliera a tranquilizar a los millones en la Plaza de Mayo:

—¿Qué quiere que hagamos, Coronel?

—Y… tiene que llamar a elecciones, General.

Hubo 3.405.173 de electores habilitados y el Partido Laborista sacó 1.487.866, en una elección que tuvo un 82 por ciento de participación. Una fuerte e histórica demostración de la voluntad democrática del pueblo argentino.

Después de múltiples esfuerzos de mujeres como Cecilia Grierson o Alicia Moreau de Justo durante más de medio siglo y luego de 22 proyectos presentados en el Congreso de la Nación, el 9 de septiembre de 1947 se sancionó la ley que habilitaba el sufragio femenino y que el 23 del mismo mes, Eva Perón anunciara su promulgación desde el balcón de la Casa Rosada:

“Mujeres de mi patria: recibo en este instante de manos del gobierno de la Nación la ley que consagra nuestros derechos cívicos. Y la recibo entre vosotras con la certeza de que lo hago en nombre y representación de todas las mujeres argentinas, sintiendo jubilosamente que me tiemblan las manos al contacto del laurel que proclama la victoria. Aquí está, hermanas mías, resumida en la letra apretada de pocos artículos, una historia larga de luchas, tropiezos y esperanzas. Por eso hay en ella crispación de indignación, sombra de ataques amenazadores pero también alegre despertar de auroras triunfales. Y eso último se traduce en la victoria de la mujer sobre las incomprensiones, las negaciones y los intereses creados de las castas repudiadas por nuestro despertar nacional.”

La primera elección en la que las mujeres argentinas participaron fue en 1951, donde casi duplicaron el padrón (constituían el 48,9 por ciento) y alcanzaron una participación que superó el 90 por ciento.

La segunda ampliación del universo habilitado a votar fue hace casi cinco años, en noviembre de 2012, al sancionarse las reformas a la ley 26774 que permitieron el acceso al voto a los jóvenes a partir de los 16 años, sin sanciones previstas en caso de no hacerlo.

En las elecciones legislativas de 2013 tuvieron su debut. El padrón se amplió no tan significativamente como con las mujeres en términos cuantitativos ya que sumó 627 mil jóvenes (1,9 por ciento del total). Sin embargo, en lo simbólico sí tuvo un peso significativo que generó discusiones de doce horas en el Congreso Nacional, con fuertes críticas de la UCR y el Socialismo, en una sesión definida como “escandalosa” por diarios como La Nación.

En las elecciones legislativas de 2013, la participación a lo largo y ancho del país fue dispar según las provincias. Superaron el 74 por ciento de participación en Jujuy y no alcanzó al 25 por ciento en Tierra del Fuego, mientras que en la provincia de Buenos Aires superó el 53 por ciento.

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El voto contra el fusil

Durante los períodos de dictaduras o semi-democracias, hubo reiterados fraudes, elecciones anuladas, proscripción del partido mayoritario durante 17 años (que hasta el voto en blanco fue herramienta de batalla), persecuciones, censuras de todo tipo, fusilamientos, desapariciones. Siempre, en esos períodos, como se dijo, los beneficiarios económicos fueron los sectores empresariales, las grandes entidades patronales, el mundo financiero.

La negación o malversación del voto fue una de las más graves violaciones de los derechos ciudadanos básicos como es el derecho al voto que no es más ni menos que el ejercicio de una porción de poder y que justifica, entre otras cosas, el pago de impuestos que nos ratifican como parte de un Estado del que, más allá de las pretensiones individuales, somos parte desde que nacemos. La habilitación del voto, entonces, es una de las herramientas básicas para definir hacia dónde mira, hace, construye el Estado.

En la actualidad, atravesamos el período más largo de la democracia sin interrupciones. A partir de 1994, con la reforma constitucional, se vota cada dos años. En marzo de este año, la vicepresidenta Gabriela Michetti dijo: «Lo más efectivo sería, por lo menos durante un tiempo, evitar las elecciones de medio término». Si bien esta vez las elecciones no se “evitaron”, la expresión se incluye entre las reiteradas a lo largo de todo el siglo XX por la elite empresarial o los militares. Votar es, en sí mismo, un ejercicio que, de mínima, molesta. La discusión sigue siendo la misma en cada elección: quiénes son los beneficiarios del gobierno de turno.

Horacio Sobol

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