A un año de la detención arbitraria de Milagro Sala en la provincia de Jujuy, a pocos días de la criminalización —también arbitraria— de diez militantes de la comunidad mapuche de Cushamen y los últimos episodios de represión de la protesta han terminado de confirmar un panorama preocupante en la dirección de la administración de la fuerza del estado, definida por el gobierno nacional y por gobiernos provinciales de distintos signos políticos. La alta conflictividad social de los últimos meses no responde a otro diagnóstico que no sea el deterioro en la garantía de derechos, sobre todo en lo referido al trabajo, pero no exclusivamente.
En los últimos días, la violenta represión a los trabajadores de la empresa AGR del grupo Clarín fue una réplica del hostigamiento y represión que sufrieron los trabajadores que protestaban por los despidos masivos en el Ministerio de Educación. Lo mismo padecieron los trabajadores de la empresa de transporte Este de la ciudad de La Plata en octubre del 2016, los trabajadores del Ingenio Ledesma en Jujuy y los trabajadores estatales en Santa Cruz, ambos hechos ocurridos a mediados de ese año. Podemos seguir enumerando, pero sólo damos cuenta de algunos de ellos para demostrar que la represión a la protesta es una respuesta sistemática y sostenida a lo largo y a lo ancho del país.
El cruento intento de liberación del corte de ruta 8 cuando vecinos de Pergamino protestaban frente a la inacción del gobierno por los desastres causados por la inundación, es una muestra más de lo que afirmamos.
El uso de balas de goma y gases lacrimógenos se ha transformado en el protocolo de actuación sistemático. En la represión al lof en resistencia mapuche de la comunidad de Cushamen en Vuelta del Río, provincia de Chubut, incluso se dispararon balas de plomo que causaron heridas de gravedad en los manifestantes y pusieron en riesgo la vida e integridad de las personas.
Insistimos en señalar que lo que se reprime son manifestaciones legítimas amparadas por las constituciones nacionales y provinciales. Lo que se reprime son manifestaciones de conflictos que implican vulneraciones graves en los derechos de las personas que reclaman. La toma pacífica de los lugares de trabajo y la permanencia en ellos, la toma de tierras en el reclamo de la legítima posesión o de los «sin techo», los cortes de ruta o calles, son parte de los repertorios de la protesta, son modos instituidos para expresarse de aquellos que no tienen otro recurso que la acción colectiva para la visibilización y denuncia pública del agravio sufrido. Son parte del juego de la vida democrática. No la degradan sino todo lo contrario, la profundizan y la consolidan.
El uso del código penal como solución a los conflictos sociales sólo los agrava y niega tanto los derechos por los que se reclama como el derecho a la protesta misma, sin la cual la democracia se debilita para dejar de serlo. Si no se garantiza la exigibilidad de los derechos, la ciudadanía se restringe a su mínima expresión: votar cada dos años.
Esto que pasa hoy lo vemos con honda preocupación porque no es la primera vez que ocurre. En los años noventa, esa década tan aciaga para nuestra democracia, la criminalización de la protesta fue la política del gobierno para avanzar en el feroz avasallamiento de conquistas y derechos que terminaron con más de la mitad de la población en la pobreza y el 25% de desocupación. El doloroso 2001 con el saldo de 39 personas asesinadas por el Estado fue el corolario trágico de esa política.
Queremos otra democracia que aquella: una democracia que sea sinónimo de más derechos, más trabajo, más libertad y más participación.
Los conflictos no se resuelven con garrotes, gases lacrimógenos y balazos. Se resuelven por la vía del diálogo, del reconocimiento de derechos, de un Estado que incline la balanza por los más débiles y no gobierne para los más fuertes.
En este camino, jueces y fiscales también deben analizar todos los elementos de un conflicto y resolver considerando los estándares de derechos humanos incorporados a nuestra Constitución Nacional. La balanza de la justicia implica el uso de la ley para equilibrar el poder de los más débiles con los más poderosos. Para garantizar el derecho de los que menos tienen y que son iguales frente a la ley.
Mucho se ha discutido en las últimas semanas sobre el tema de la inseguridad y la violencia, identificando a los niños y adolescentes como un peligro para la sociedad y, en gran medida, responsables de la violencia aunque claramente no es así.
La represión estatal también es inseguridad y atenta con mayor poder que los individuos contra los bienes, la integridad y la vida de las personas.
Si queremos una sociedad sin violencia, el primero que debe abdicar de su uso irracional y arbitrario es el Estado.
El NUNCA MÁS de hoy es NUNCA MÁS represión.