EL DES-ORDEN OCCIDENTAL EN EL G-20

Por Agustín Galassi*

 

La organización del foro que nuclea a las veinte principales economías del mundo (las tradicionalmente industrializadas y las permanentemente “emergentes”) se da en su punto más bajo desde sus orígenes hace casi 20 años: las derechas desorientadas en América Latina -principalmente Brasil y Argentina-, el fenómeno Trump y el sesionismo europeo son las principales causas que hieren de muerte al G-20.

Si la Primera Guerra Mundial había significado el fin de la diplomacia hermética, el final de la Segunda Guerra cuestionaba profundamente las bases unilaterales de la acción estatal, llegando a cuestionar -en el apogeo de la globalización- el concepto mismo de soberanía: era el comienzo de la época del multilateralismo. Todos los ámbitos se multilateralizaron, al menos con más fuerza en el mundo occidental: el político, a través de la Organización de las Naciones Unidas; el económico- comercial (producción e intercambio, paulatinamente incorporándose los servicios), mediante el Acuerdo General de Aranceles y Comercio de 1947, lo que hoy es la Organización Mundial del Comercio (OMC); el financiero (especulación y ganancia) se materializó en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial (FMI y BM); y el militar con la firma del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). También la destruida Europa comenzaba un proceso de abroquelamiento tras los pasos de Francia y Alemania con el acuerdo sobre la producción de acero y de carbón. Todos estos ámbitos, surgidos entre 1945 y 1950 -excepto el acuerdo franco-alemán de 1952-, sufrieron una merma durante la crisis de los 70 y el fin de lo que Hobsbawm denominó “los años dorados del capitalismo”, dando al concepto de “capitalismo” un significado totalizante. No obstante sobrevivieron, y adquirieron inesperado impulso ante la implosión del mundo socialista como excepcionalidad casi irrepetible de la Historia.

 

El Consenso de Washington volvió a centrarse en el multilateralismo, y el primer momento de la unipolaridad estadounidense lo priorizo incluso para intervenir militarmente en el Golfo Pérsico, decisión que en la época de Reagan hubiese sido competencia sólo del Pentágono. Proliferaron las cumbres presidenciales multitudinarias del estilo de la Cumbre Iberoamericana o la Cumbre de las Américas; la Unión Europea adquiria oficialmente dicho nombre en 1992 y se profundizaba un proceso de apertura inédito que duró hasta 2004; en Asunción del Paraguay se concretaba el tratado constitutivo del Mercosur. Mientras Estados Unidos se estacionaba definitivamente en Oriente Medio y las bombas de la OTAN caían sobre la ex Yugoslavia, en 1999 se reunían por primera vez 20 banqueros devenidos en funcionarios y técnicos, lo que la opinión pública sintetizaría como G-20. Durante la siguiente década, los gobiernos de las potencias mundiales lo irán dotando de intensidad política, cuyo hito fue Bush hijo pidiendo en el G-20 del 2008 una solución política a la crisis financiera provocada por la banca neoyorquina.

 

Lo que se había pergeñado como un espacio multilateral enchastrado de neoliberalismo y pro-norteamericanismo -como extensión concesiva de G-7 + Rusia- para que solo discutan y acuerden técnicos y banqueros, se había transformado en un espacio de acción política concreta para la Unión Europea como bloque sólido, para la gigantesca China o para la Rusia de Putin, adquiriendo mayor protagonismo que los socios americanos. Esta tendencia se extendió incluso para los países más periféricos del Grupo mediante los BRICS o acciones memorables como la sucedida en 2013 durante el G-20 de México, cuando Cristina Kirchner le entregó al primer ministro inglés David Cameron un carpetón con todas las resoluciones de la Asamblea General de la ONU sobre la cuestión Malvinas. El multilateralismo propuesto por Estados Unidos a principios de los 90 como la forma final de las Relaciones Internacionales, en un momento donde solo Washington tenía la voz de mando, había llevado a una multipolaridad que cuestionaba la centralidad misma de occidente en todo orden mundial.

 

La administración Trump reniega de ese mundo y anhela la vuelta al realismo unilateral. Estados Unidos tiene la capacidad para hacerlo: Trump va a principios de año y rompe con la reunión del G-7 + Rusia; tira por la borda el acuerdo nuclear del Consejo de Seguridad y Alemania con Irán sobre su programa nuclear; parece solo bastarle con fortificar Israel, darle entidad al líder de Corea del Norte y sentarse con Putin de igual a igual para asegurar la posición estadounidense, centrada en el solo objetivo de destruir a China. Estas tensiones geopolíticas que llevan al diálogo multilateral a un punto muerto dominan el espíritu del G-20 que se celebra este año en nuestro país.

 

El Gobierno Nacional anhela un mundo de interdependencia liberal, casi como envidiando las condiciones mundiales que le tocaron a aquel experimento de neoliberalismo con peronismo que engendró Menem. No tiene la capacidad para transformar el mundo a su medida: se apega a las envejecidas formas de organización occidental, volviendo al FMI y dando discursos con imprecisión y anacronia respecto de lo que realmente pasa en el G-20. No entiende la multipolaridad -en realidad nadie la podría entender ya que aún no ha definido su forma-, reniega por lo bajo de las soluciones unilaterales y desconfía de los nuevos escenarios como el acercamiento a China, el cual asocia a las estrategias de inserción externa del populismo. Todas estas tendencias además prometen profundizarse en el mediano plazo, asegurando que el macrismo atravesara su posible primer mandato sin una lectura coherente del mundo a su alrededor.

 

La cumbre de presidentes a celebrarse a finales de año (30 de noviembre y 1 de diciembre) en Buenos Aires se encamina a un nuevo capítulo del enfrentamiento Pekín-Washington, pronto a endurecerse cada vez más, con Moscú con un lugar ciertamente expectante: lo tira el BRICS pero Trump parece concederle mayor protagonismo, reeditando de alguna manera la política de Nixon de acercarse a China para relegar a la Unión Soviética pero de forma invertida. La Unión Europea acudirá en su mayor momento de debilidad desde que se fundara el bloque en la década del cincuenta. En este contexto cualquier pronosticador diría que no quedan muchas más reuniones del G-20, sumándose al conjunto de instituciones agonizantes como la OMC, la misma OTAN o el mismísimo FMI. La Argentina como organizador propuso una agenda abstracta sobre futuro y empleo, probablemente diciendo que el futuro es de los emprendedores; ante este escenario, Trump (que acudirá personalmente al encuentro) podría volver a sentenciar: “yo vengo a hablar de la guerra comercial con China y el me viene a hablar de los limones”. El neoliberalismo argentino enfrenta los mismos dilemas que el liberalismo clásico enfrentó ante la decadencia del Imperio Británico a principios del siglo XX: como estructurar su modelo de subdesarrollo hacia afuera, en un sistema mundial dominado por la máxima realista en donde el fuerte hace lo que puede, y el débil hace lo que debe. A este laberinto sin salida ha llevado la política exterior del macrismo.

 

* El autor es Licenciado en Relaciones Internacionales de la Unicen

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