Las drogas de Hitler

Por Facundo Basualdo para La Opinión de Tandil

 

No es fácil imaginar que Adolf Hitler podría haber ocupado el papel de Mark Renton en Trainspotting. Si hubiera nacido en Edimburgo unos cuantos años después y no hubiera tenido ciertas ambiciones megalómanas como ser el líder de un imperio mundial con epicentro en Berlín, habría sido una posible versión real en la que el escritor Irvine Welsh se basara para crear el personaje central de la novela que Danny Boyle llevó a la pantalla grande en 1996 y que en 2016 tuvo su bis. También el año pasado, luego de analizar los archivos del médico personal del Führer, el historiador Norman Ohler sistematizó el entramado del mundo farmacológico, que alimentó al nazismo en todas sus líneas, en el libro High Hitler. Las drogas en el III Reich (reseñado en la última edición de la Revista de libros Review.), para dar a conocer un nuevo y acabado perfil yonqui del enemigo común para las potencias imperiales de mediados del siglo XX.

Dos tópicos estudiados a través de infinitas variables son, sin dudas, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. El trabajo realizado por Ohler, sin embargo, sorprendió a historiadores especializados en la era nazi como Hans Mommsen o Ian Kershaw, por el hallazgo que no sólo aporta al entendimiento de Hitler y del nazismo en general, sino que también descubre el desarrollo de grandes laboratorios como Bayer o BASF. Y distingue algo más: los discursos y el sistema omnipresente de propaganda nazi hablaba de una sociedad pura de mente, espíritu y cuerpo, y perseguía a judíos, entre otras acusaciones, porque “tenían un rol central” en el tráfico internacional de drogas, además de encerrar también a drogadictos, marcados en los campos de concentración con un triángulo negro invertido.

La legislación nazi, como un ejemplo en esa línea de guerra, incorporó desde el Ministerio de Salud regulaciones para tratar a los adictos, calificados como “personalidades psicopáticas”. Se les prohibió casarse, se habilitó la esterilización compulsiva y “por motivos de higiene racial” se sancionó la ley para la Prevención de los Hijos Hereditariamente Enfermos para “impedir que los adictos se reproduzcan”.  

Doctor Saturno dame un turno

 

El dealer del Paciente A

Nacido en un pueblo alemán, Theodor Morell estudió medicina en las ciudades francesas de Grenovle y París, y se especializó en obstetricia, ginecología, enfermedades de transmisión sexual y afecciones de la piel en Múnich. A los 25 años era médico y ya tenía un doctorado. Con los años, instaló un consultorio en Berlín, donde se hizo famoso por sus tratamientos en los que recetaba “vitaminas”, con suplementos de testosterona y esteroides, o extracto de belladona. También era destacado por su habilidad para dar inyecciones. En 1933, se afilió al Partido Nazi y esa fama creció entre los demás afiliados y la dirigencia.

En 1936 fue convocado por altos mandos del nazismo para curar de gonorrea al fotógrafo personal del Führer, Heinrich Hoffmann. Hitler, quien padecía dolores intestinales, fue presentado ante Morell por Hoffmann y su asistente Eva Braun, a la vez amante y luego esposa del dictador. A pesar del desacuerdo de su esposa, Morell comenzó a tratarlo y a escribir la historia clínica inscribiéndolo como “Paciente A”.

A partir de ese momento, Hitler, promocionado como abstemio y vegetariano con una entrega física completa a la causa nazi, consumía estimulantes junto a inyecciones que solían ser varias por día. Podían incluir glucosa, cocaína, morfina, metanfetaminas, además de extracto de órganos de cerdo o vegetales. En sus registros, suman 89 los medicamentos que le proporcionó, de los cuales 17 fueron drogas psicoactivas. La búsqueda era hacerlo sentir fuerte y energético para él mismo y para el mundo en general.

Cuanto más cuestionado era Morell por el entorno más íntimo del líder, este lo respaldaba aún más: lo nombró como médico profesor honorario y lo premió con una casa en una isla berlinesa, vecina de la casa de otro constructor de imagen, Joseph Goebbels. Los videos que filmaba Eva Braun en los encuentros que realizaban la casa de retiro en el sur de Alemania, lo muestran a Morell dentro del círculo más cercano, riendo, comiendo y brindando.

La dedicación al Paciente A fue casi exclusiva desde 1941 hasta los días previos al suicidio de Hitler, el 30 de abril de 1945. El registro del tratamiento era exhaustivo. Sabía que el entorno lo desconfiaba y buscaría cualquier excusa para quitarlo de ahí. El Ministro de Armamento y Guerra, Albert Speer, en su autobiografía cuestionó “los métodos” de Morell; y el segundo de Hitler, Hermann Göring, lo llamaba el “Canciller Aguja”, porque todo lo resolvía con inyecciones. Además, lo describían sucio, obeso y con modales “de chancho”.

Hitler tenía recaídas por distintos motivos con múltiples dolores, y Morell probaba otras alternativas. Siempre con inyecciones y con drogas duras, ya que era el único método que el Führer consideraba como medicina. Durante toda la segunda Guerra Mundial, la caída alemana iba en paralelo con el deterioro de la salud de Hitler, que llegó a recibir más de diez inyecciones diarias, con una resistencia que asombra a los especialistas.

En 1943 se recuerda una famosa reunión entre Hitler y Benito Mussolini, en la que el primero tenía que convencer al segundo de no abandonar el Pacto Roma-Berlín ante el avance aliado. Hitler lo convenció durante las dos horas en las que no paró de hablar, estimulado por una alta dosis del estimulante Pervitin, según lo descripto en las anotaciones de Morell.

En julio de 1944, luego de un atentado contra Hitler, una explosión le dañó los tímpanos y el tratamiento —esta vez realizado por otro médico, Erwin Giesing— fue a base de cocaína en 50 ocasiones durante 75 días. Luego Morell empezó a tratarlo con Eukodal (a base de morfina) y la interna entre los médicos estalló. Giesing lo acusaba de experimentar con Hitler hasta con veneno para ratas. Finalmente, el propio Hitler intervino en favor de Morell nuevamente.

El magistral papel de Bruno Ganz como Hitler en el film La caída describe el último tiempo donde ya se lo veía mal, con fuertes temblores que se le atribuyen al Parkinson y también al abuso en el consumo de drogas. Días antes de la derrota y del suicidio de Hitler, Morell le pidió permiso para irse de Alemania y huyó en el último avión que salió de Berlín antes del rendimiento frente al Ejército Rojo. Murió en 1948 debido a problemas con su obesidad.

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Si es Bayer, es bueno

En el siglo XIX, Alemania ya era reconocida como referencia en el desarrollo farmacéutico. En 1897, el químico Felix Hofmann que integraba el laboratorio Bayer, descubrió la aspirina y a los días, la heroína. A esta última, la empresa la promovió para curar el dolor de cabeza y la tos, y para dormir a los bebés. En las primeras dos décadas del siglo XX, en Alemania, las drogas psicoactivas movían más el mercado que el alcohol. A su vez, el país alcanzó en 1926 a exportar el 40% del opio mundial y tres empresas alemanas manejaban el 80% del tráfico de la cocaína.

Las avanzadas firmas químicas Bayer, Merck, BASF, junto a otras, un año antes de esos récords habían conformado el “grupo de empresas de la industria colorante», que en alemán era Interessen-Gemeinschaft Farbenindustrie AG, y que fuera conocido como IG Farben. Fueron, además, quienes fabricaron el gas Zyklon para los campos de exterminio nazi, quienes utilizaron a los detenidos como “conejillos de indias” para diversas investigaciones y también como mano de obra esclava, al igual que otras empresas como Siemmens, que luego de la guerra fueron denunciadas por esta práctica.

En 1936, cuenta Olher, el uso de la benzedrina por parte de los atletas estadounidenses en las Olimpíadas, impulsó al laboratorio alemán Temmler a superar esa droga. Ahí salió el Pervitín, que era una versión sintetizada de la metanfetamina. Rápidamente se instaló en el consumo habitual de obreros y amas de casa, estudiantes y trabajadores nocturnos, promocionado como “estimulante para la psiquis y la circulación”. Ese uso con resultados tan prácticos en la energía de quien lo consumiera, interesó a los médicos del ejército nazi para acabar con la fatiga, propia de cualquier ejército.

El “aporte” químico a los soldados nazis, permitió que se lograran avances en tiempos que sorprendieron a los ejércitos franceses e ingleses en los primeros frentes de batallas. Los creadores del Pervitín proveyeron al ejército con 35 millones de pastillas para estimular a las tropas alemanas. Esa droga, en dosis más altas que las de uso común, permitía a los soldados que avanzaran hasta tres días enteros sin dormir. El último gran enfrentamiento alemán contra la Unión Soviética, a pesar de haber aumento a niveles exagerados el consumo del estimulante por soldado, las tropas fueron derrotadas.

Después de la Guerra, IG Farben se disolvió y cada laboratorio continuó su propio desarrollo. Los intereses sanitarios continuaron por debajo de los intereses mercantiles de esas empresas. Bayer, por ejemplo, en la actualidad es uno de los principales holdings mundiales, líder de ventas, con inversiones en distintos terrenos, como refleja la más cercana compra de Monsanto.

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La inmortalidad del tándem Goebbels-Morell

El consumo de drogas, perseguido en lo discursivo y atribuido principalmente a la comunidad judía, era una práctica cotidiana en la población alemana, promovida por los principales laboratorios que a su vez se constituyeron en el “brazo químico” del nazismo, conducido por un líder adicto a las drogas inyectables como cocaína, heroína y morfina, entre otras.

La construcción de la propia imagen nazi de ser la superpotencia, con eje en los superhombres, era una decisión discursiva y de propaganda del régimen, orquestada y planificada por Goebbels. Como la figura de Hitler debía verse cumpliendo esas cualidades, el rol de Morell también fue central y por eso formó parte de la intimidad del Führer, contra el deseo de varios asesores. Incluso llegó a ser cuestionado por Eva Braun, quien los había presentado junto a Hoffmann.

«Hitler masacró a tres millones de judíos. Ahora hay aquí tres millones de adictos. Me gustaría masacrarlos a todos», dijo el año pasado el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte que, al margen de haber disminuido a la mitad las víctimas judías, sostiene una “guerra contra la droga” con más de 4000 muertes en tres meses. En México, en la “guerra contra el narcotráfico” comenzada en 2006 por Felipe Calderón, se calculan 30 mil desaparecidos y más de 120 mil muertos. En Argentina, también se promueve una “guerra contra el narcotráfico”, que se muestra en dudosas investigaciones llevadas adelante por las policías federales y provinciales, con funcionarios en la primera línea que llegan hasta la foto de la última semana en la que se muestra al presidente Macri, supuestamente quemando una tonelada y media de cocaína en Bahía Blanca, con los guantes mal puestos. Al cumplirse veinte años de la primera, también el año pasado se vio en las carteleras de los cines Trainspoitting 2, basada en otra novela de Welsh, titulada Porno. Tal vez haya que esperar casi medio siglo más para ver si algún mandatario de hoy pudiera ser esta segunda versión de Renton.

La escuela comunicacional basada en la hipocresía de atribuir —al decir nazi— “todo lo que corrompe a la sociedad y a la nación” a un otro enemigo, sentó bases para los proyectos político-económicos que fomentaron divisiones y enfrentamientos con distintos niveles de violencia en las diversas sociedades, que mantienen vigencia hasta la actualidad. Y las drogas, como “elementos amorales” por excelencia, aún son protagonistas en esa batalla tan discursiva como represiva contra el “enemigo interno” que en cada país pretende promoverse.

 

Horacio Sobol

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