Con Walsh en Avellaneda: A 15 años del asesinato de Darío y Maxi

Por Facundo Basualdo para La Opinión de Tandil

El país estaba encendido por esos días. Las calles sonaban a lata abollada, olían a goma quemada. Desde diciembre se reclamaba que se vayan todos y todavía se veían las fotos de los cinco presidentes en una semana. El riesgo país era uno de los títulos preferidos en las placas de Crónica. La deuda externa era tan abultada como imposible. La mitad de la población era pobre, un cuarto desempleado, la indigencia estaba a la vista de cualquiera. Los barrios y las villas eran protagonistas constantes en informes de TV. La cumbia villera molestaba con sus letras sobre el hambre, la delincuencia o las drogas tanto como los piquetes y las marchas de esos días. En julio de 2001, el COMFER había publicado las Pautas de evaluación para los contenidos de la Cumbia Villera a fin de regular la expresión cultural que llegaba desde los sectores más agredidos por el neoliberalismo. Un año después, la respuesta estatal a la expresión en las calles de los mismos sectores fue la represión en el Puente Pueyrredón y en la Estación Avellaneda, que sumó dos muertos más a los 29 acumulados desde que Fernando De la Rúa declaró el estado de sitio antes de renunciar. Ese 26 de junio de 2002 alguien que no era Rodolfo Walsh, pero que podría haber sido si la historia argentina no fuera la que es, preguntó: ¿Quién mató a Dario y Maxi?

—¡La policía! —gritó buena parte de la militancia, algunos fotógrafos, vecinos, que también podrían haber gritado Gendarmería o Prefectura, la Bonaerense o la Federal.

—¡Duhalde! —apuntó algún dirigente opositor.

—La crisis —se apuró a encubrir Clarín, igual que cinco años antes intentó hacer con el asesinato de Teresa Rodríguez también por balas policiales en Neuquén.

Las respuestas fueron llegando durante los quince años que se cumplen de aquella tarde: las sentencias a prisión perpetua para el comisario Alfredo Fanchiotti y el cabo Alejandro Acosta, el apresurado llamado a elecciones por la presidencia interina de Eduardo Duhalde, el surgimiento del Frente Popular Darío Santillán y el posterior cambio de nombre de la estación de trenes de Avellaneda por el de Darío y Maxi, entre otros hitos. Las organizaciones, una vez más, lograron que los muertos no sean en vano, que el hecho no quedará impune y que, sin dejarle espacio al olvido, la memoria popular agregara la fecha entre las jornadas en las que el pueblo salió a las calles a enfrentar injusticias.

AVELLANEDA BLUES

En 1970, Manal bluseó que Avellaneda es un trozo de este siglo. Lo cantó por el siglo XX, pero pudo haber sido por el anterior o por el que vivimos. “La historia puede remontarse a las barracas que hace dos siglos fueron de negros esclavos, al disciplinado asalto de Buenos Aires que en 1820 realizaron los gauchos del sur al mando de Rosas, a la revolución del ’80 que ensangrentó Barracas y Puente Alsina, donde un ejército de línea peleó con milicias de empleados de comercio”, escribió Walsh en Avellaneda, el segundo capítulo de la investigación que a mediados de 1968 respondió una pregunta: ¿Quién mató a Rosendo? A partir del asesinato de Rosendo García reconstruyó el entramado político, judicial, mediático y sindical que pretendió encubrir los motivos del tiroteo en la confitería La Real, en esa localidad, entre dos facciones de la CGT.

“Los hombres de Avellaneda sonríen cuando oyen hablar de Cipriano Reyes y el 17de octubre. Porque aquí —dicen— el 17 empezó el 16 con el paro de lavaderos,  fábrica de armas, textiles, el vidrio, la Colorada, y ya esa misma tarde la gente llegó hasta Pompeya, donde la corrió la montada”, rescata Walsh en uno de los testimonios. El 17 de octubre de 1945, uno de los gritos de libertad más potentes de la historia, en Avellaneda tuvo un plus: el gobierno de facto había levantado el Puente Pueyrredón para que los trabajadores no pudieran entrar a la Capital, pero la obstinación los llevó a cruzar a nado el río para llenar la Plaza de Mayo.

Años después, durante el segundo plan quinquenal, Perón inauguró ahí el viaducto a fin de agilizar el movimiento de un polo fabril que llegó a producir, en 1954, el 70 por ciento del PBI bonaerense. “Cinco frigoríficos, setenta fábricas de automóviles, maquinarias y aparatos, cincuenta metalúrgicas, cuarenta plantas químicas, treinta textileras, tres mil talleres chicos y más de cincuenta mil obreros industriales”, enumera Walsh sin saber que la dictadura primero y el menemismo después se encargarían de achicar esos números casi a la nada para que recién medio siglo después, durante el kirchnerismo, comenzaran a  recuperarse. En 2010, Cristina Fernández fundó la Universidad Nacional de Avellaneda donde la mayoría de sus estudiantes son primera generación de universitarios de las familias trabajadoras que vivieron los vaivenes de aquellas fábricas. También ahí, en el estadio del viaducto, la ex presidenta presentó esta semana un nuevo espacio político. En ese aire al sur del conurbano se respira más la historia que el olor del río.

LA CRISIS CAUSÓ DOS NUEVAS MUERTES

Maximiliano Kosteki tenía 22 años y se había sumado a militar en el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) unos meses antes. Darío Santillán, de 21 años, militaba desde más pibe. Participó en el secundario y en el barrio, en la organización de bibliotecas, el sostenimiento de comedores, la creación de bloqueras. Su organización se integró al MTD donde militó hasta su muerte. “Lo mataron por estar siempre acá”, dijo Leandro, el hermano de Darío, rodeado de compañeros en alguno de los emprendimientos. No quiso explicar la muerte militante solo por el accionar de la policía, sino también por el compromiso hacia los demás, tal vez inmortalizado en la imagen de Darío con la mano en alto pidiéndole a Fanchiotti  que no dispare mientras Maxi se desangraba en el piso, repetida en los murales de cada lugar donde se los recuerda.

El documental, como el libro de Walsh, reconstruye lo vivido pos diciembre de 2001, durante el interinato de Duhalde, muestra la precariedad de los emprendimientos con los que sobrevivían las familias que integraban las organizaciones de desocupados, recrea los motivos de la marcha y narra la jornada completa con la represión que salió por todos los canales de TV, que continuó en las inmediaciones del Hospital Fiorito donde llegaron los heridos.  Además, señala a los responsables directos y cómplices: desde el presidente hasta funcionarios como Aníbal Fernández, desde Luis D’elía hasta los jefes de redacción del diario Clarín como Julio Blank. Se podría llamar ¿Quién mató a Maxi y Darío?, pero el título elegido por los productores fue el del encubrimiento del “gran diario argentino”: La crisis causó dos nuevas muertes. Porque también es una denuncia al periodismo empresarial, defensor de un orden represivo, en contra de los intereses de las mayorías.

LA HERMOSURA DE SUS HECHOS

“Los fusilamientos del treinta tendrían su eco agrandado en la segunda de Lanús, año 56. La picana eléctrica cumpliría su primer cuarto de siglo en la comisaría primera. Las bombas anarquistas serían puntualmente repetidas por los improvisados “caños” del peronismo”, recuerda Walsh como un racconto de la resistencia de los sectores populares contra las respuestas del poder represivo de siempre, con las calles como escenario. La sublevación del 17 de octubre, aún con todos los intentos por obstaculizarla, obligó que se libere a Perón y que se llame a elecciones, como el 29 de mayo de 1969, el día del Cordobazo —con aquellas mismas bombas desde la militancia, con Máximo Mena como víctima—, llevó al dictador Juan Carlos Onganía a renunciar. Los piquetes curtidos en los ’90 acabaron con el gobierno radical en 2001 y, como en una continuación, el 26 de junio siguiente se empujó hacia la salida de Duhalde, marcando además un quiebre histórico para que la lucha popular sea escuchada de otra forma por el Estado en los años venideros.

«Para los diarios, para la policía, para los jueces, esta gente no tiene historia, tiene prontuario; no los conocen los escritores ni los poetas; la justicia y el honor que se les debe no cabe en estas líneas”, dice Walsh de la militancia rebelde de los ’60. «No hay lugar en nuestra Argentina para los violentos», responde el jefe de los policías en referencia a la militancia de 2002. Contra “la violencia de los gremios docentes” se planta la gobernadora bonaerense este año. “Son paros políticos”, repite como repetían los voceros de principios de siglo acusando a las marchas de ser políticas. Un tiempo antes, como gobernador, Ruckauf propuso matar a los delincuentes. Así, textual: “Hay que matar a los delincuentes”. Hoy lo dice el presidente Macri cuando pide libertad para el hombre que atropelló contra un poste —y mató— al pibe que le robó en la carnicería. Se aplauden los linchamientos por el robo de un celular, se reclama —como en loop en medio de la “inseguridad”— bajar la edad de punibilidad, cuando las estadísticas muestran aumentos de la mortalidad infantil, de la deuda externa, del desempleo, de la pobreza. El mismo clima de hace cincuenta, treinta o quince años. Fue, es y será el poder en contra de la demanda social, de los agredidos de siempre, de los excluidos sistémicos.

El detonante de las luchas es la injusticia que se escucha en las palabras que otra vez se vuelven cotidianas: hambre, pobreza, miseria, desempleo, deuda, crisis. Los muertos como los desaparecidos lejos de disciplinar en el silencio y el olvido, fortalecen la disputa de la memoria, poniendo nombres a las organizaciones, cargando el calendario y las calles con movilizaciones, actividades, homenajes. Así se protege, parafraseando una vez más a Walsh, la experiencia colectiva que no se pierde, las lecciones que no se olvidan. “Algún día sin embargo resplandecerá la hermosura de sus hechos, y la de tantos otros, ignorados, perseguidos y rebeldes hasta el fin», concluye. La memoria y la esperanza, al fin y al cabo, debe ser lo último que se pierde cuando de reclamar lo justo se trata.

Foto: Pepe Mateos

Horacio Sobol

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