Reconocida pedagoga contradice al «modelo Manes» sobre la desigualdad social y educativa y el cerebero

En épocas del desembarco de las neurociencias a distintos ámbitos -entre ellos, la educación-, la pedagoga Carina Kaplan, discute con ciertos discursos que tiñen de biologicismo a la pedagogía y sus prácticas. “Como pedagogos tenemos que pensar por qué estas perspectivas y enfoques ingresan a las escuelas tan acríticamente. Es decir, por qué en lugar de pensar en sujetos que aprenden, empezamos a hablar de cerebros más pobres, más ricos o de las capacidades mentales”, planteó.

Kaplan es doctora en Educación por la UBA, investigadora del Conicet y magíster en Ciencias Sociales y de la Educación por Flacso, y sostuvo que el cerebro no es la causa de las diferencias en las trayectorias educativas. “Hace 20 años que hago investigación y estos discursos son viejos, sólo que en momentos de mayor exclusión y selectividad social vuelven a escena”, dijo, sin medias tintas, la autora de una basta producción de libros educativos.

– ¿Qué opinión le merece el desembarco de las neurociencias en educación y la aparición de figuras como el neurocientifíco Facundo Manes en el gobierno de Buenos Aires, con su propuesta de “cambiar el esquema mental de los pobres”?

– Más que discutir con figuras que son de las neurociencias, me parece que como pedagogos, tenemos que pensar por qué estas perspectivas, enfoques, ingresan a las escuelas tan acríticamente. Es decir, por qué en lugar de pensar en sujetos que aprenden, empezamos a hablar de cerebros más pobres, más ricos o de las capacidades mentales. Esta es una mirada antigua y conservadora de la pedagogía, porque lo que nosotros sostenemos es que no hay diferencias cerebrales entre los ricos y los pobres. Lo que hay, en todo caso, son condiciones y oportunidades distintas para aprender, que son básicamente sociales. No hay nada de naturaleza en la desigualdad. Es decir, la desigualdad social y educativa no se aloja en el cerebro. Sin embargo, si a estas perspectivas uno no las mira críticamente y no las analiza, se puede caer en la idea de que los cerebros son los que definen el fracaso o el éxito de la gente, en la sociedad o en la escuela.

– ¿Por qué le parece que hay un regreso de estas “viejas perspectivas”, como usted las llama?

– En realidad siempre existieron, pero me parece que en los últimos años hubo una pedagogía más crítica, más ligada a las condiciones sociales del aprender y a buscar mayores niveles de justicia social en lugar de localizar en los cerebros el problema de la educación. Ahora se están abandonando esas perspectivas que tenían por misión criticar y denunciar los males de la justicia social. Y se está volviendo de alguna manera a aceptar el orden social, a decir que si hay diferencias de aprendizajes en la escuela, se deben a cuestiones innatas que el individuo ya trae, sea desde su composición neurológica cerebral o bien desde su casa. Como si fuera un veredicto condenatorio decir que tal niño viene de tal hogar, cuando en realidad lo que tenemos que ver es que si viene de tal hogar y tiene desventaja, lo primero que hay que hacer es trabajar sobre esas desventajas, y habría más niños meritorios. De hecho, la meritocracia es una idea bastante similar a atribuir a los cerebros la desigualdad.

– La meritocracia es otro de los grandes conceptos que están bajo la lupa ¿El chico que se esfuerza es aquel que va a triunfar en la escuela o hay que evaluar también otras variables, como las oportunidades sociales que ha tenido?

– Basar toda la educación en el esfuerzo individual me parece muy lastimoso porque hay muchos niños de sectores populares que se esfuerzan y, sin embargo, no tienen éxito en la sociedad. Pueden tener un 10 en la escuela pero luego terminan ocupando la escala más baja en el mercado laboral. Quiere decir que la meritocracia y el esfuerzo no son suficientes en una sociedad que distribuye los bienes educativos y laborales en forma desigual. Insisto, el problema está en igualar las oportunidades sociales y de trayectoria de los niños y no en culparlos o premiarlos por el esfuerzo que hacen. Por supuesto que toda educación requiere de un esfuerzo y una disciplina, eso no está en cuestión. El tema es colocar ese rendimiento sólo en el esfuerzo individual, por fuera de las posibilidades reales materiales o simbólicas que tienen los niños.

Sentido común

– Un neurólogo local decía en una entrevista reciente que la neurociencia no está reñida ni con la pedagogía ni con la psicología, sino que se podían complementar, sobre todo, a la hora de implementar herramientas en el aula. Hablaba, por ejemplo, de cómo despertar el interés en el niño o recurrir a las emociones, que son cuestiones donde la neurociencia puede colaborar con la pedagogía.

– A mí me parece que la pedagogía siempre fue tributaria de todo lo que tiene que ver con la emocionalidad, la afectividad. No se puede trabajar en pedagogía sin amar a los niños en el sentido de tener un afecto, un lazo con los otros, una cierta empatía con el sufrimiento social. Quiere decir que las emociones están vinculadas a cualquier lazo humano, no se puede educar -casi por principio- sin tener en cuenta que el otro puede tener sus propias características, que puede estar sufriendo o costarle algunas cuestiones de aprendizaje; y para eso estamos los adultos. Insisto, no es ninguna novedad.

La neurociencia, o por lo menos lo que yo estoy leyendo últimamente, habla de distinguir el aprendizaje de los pobres respecto del aprendizaje de los ricos. Y es muy peligroso decirle a un maestro que los niños que están ahí sentados en su aula, se diferencian entre sí no por las condiciones en las que viven -en casas precarias o en viviendas mejores, o si tienen computadoras o no es sus hogares, o si tienen padres lectores o analfabetos-, sino decirles que las diferencias están alojadas en la inteligencia, en el cerebro. Ésa es una contribución que me parece complicada. De hecho, he leído algunos conceptos de las neurociencias aplicadas a educación, y yo diría que son de sentido común.

Masividad vs calidad:
“una arritmia ficticia”

– Otro tema del que se habla últimamente es la pérdida de calidad de la escuela: que el 50 % de los alumnos de secundaria no egresa en tiempo y forma o que los resultados de las pruebas Pisa son pésimos. ¿Es tan mala la situación de la educación argentina?

– Por supuesto que las estadísticas son necesarias e imprescindibles pero luego hay que hacer hablar a esos números. La escuela secundaria en nuestro país se ha hecho obligatoria recién en 2006, es decir que es una escuela joven desde el punto de vista de la obligatoriedad escolar. Quiere decir que el Estado ha decidido que el mejor lugar donde pueden estar los adolescentes y jóvenes es en la escuela. La Argentina es uno de los pocos países de América Latina que decidió como sociedad que esto tenía que ser así, y lo primero que había que hacer es lograr que esos niños y jóvenes que ni siquiera soñaban con ir a la secundaria, empezaran a hacerlo.
Ese fue el primer paso: la democratización cuantitativa, la masividad. Y, en general, en todos los países que conozco hay una especie de arritmia ficticia, entre la masificación y la baja de la calidad. Esto no es real. Siempre digo que si trabajás con los más inteligentes o seleccionados, vas a tener menos problemas porque son quienes vienen ya dotados de una serie de elementos sociales, culturales, y están en ventaja. El tema es cuando vos introducís a los que tienen desventajas en un sistema educativo que estaba preparado para pocos. Ése fue el desafío de los primeros años de la obligatoriedad de la escuela secundaria, y ahora se viene otro: ver qué se aprende, cómo se aprende y para qué sociedad, porque no me interesa que los jóvenes aprendan a salir a un mercado laboral precarizado, sino a uno que le abra mayores oportunidades.

* Entrevista publicada en el diario El Litoral, colaborativa con Alan Valsangiácomo, radio Eme

Redaccion

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